En tiempos
antiguos, había un rey de Tracia llamado Eagro. Como las mujeres mortales no le
satisfacían, se enamoró de la musa Calíope. De esa unión nació un niño, al que llamaron Orfeo. Calíope tenía el don divino de cantar, y se lo trasmitió con destreza a su hijo. Tan hermosos eran los cantos
del niño, que Apolo le regaló una lira, la dulzura de sus notas conmovía a las piedras y amansaba las fieras encantando a todo ser vivo que la oía.
Un día, un heraldo le anunció que Jason estaba buscando tripulación para buscar el Vellocino de Oro. Interesado en la aventura se unió gustoso a los valientes Argonautas, utilizando su música para vencer muchas dificultades que surgieron en el camino; pero deseaba volver a Tracia,
porque estaba enamorado de una bella doncella llamada Eurídice. No
obstante, Eros no se mostró generoso con ellos: después de casarse, una víbora la mordió y murió al instante. Orfeo quedó inconsolable. Con su arpa tomó la senda de los espíritus de
los muertos y descendió a los infiernos. En su
camino, encantó con sortilegios a todos los guardianes hasta conseguir llegar
a la morada de Hades. Intercedió ante Hades y
Perséfone, a favor de Eurídice y juró que si no conseguía volver a la tierra
con ella, permanecería en el mundo de los muertos para siempre. Sus corazones
se ablandaron con los cantos de Orfeo, y los dioses del inframundo cedieron. Le dijeron que podían marchase juntos pero debería cumplir algunas reglas: su mujer caminaría detrás de él y durante el viaje de vuelta no miraría hacia atrás por ninguna razón o la perdería para siempre.
Cuando
estaba a punto de volver a la superficie, giró para ver si su amada no se
había perdido en la espesa niebla. Ella estaba detrás de él, pero aún no
había llegado. Hermes, la regresó al mundo de Hades.
Orfeo sólo tuvo un breve instante para levantar su velo y mirar su cara por
última vez.
Con el corazón destrozado, Orfeo no podía soportar mirar a otra mujer, y durante los tres años siguientes ministró como sacerdote en el templo de Apolo. Las muchachas seguían acosándolo, pero él las rechazaba. Su pasión era el amor por los hombres. Enseñó enTracia el
arte de amar y les reveló que, a través de ese amor, se podía volver
a tocar la inocencia de la juventud.
Tuvo muchos amantes. El más destacado era el joven Calais, el alado hijo de Boreo, el viento del Norte, su amigo y compañero de viajes en la nave Argos, pero el destino había dispuesto que su amor por Calais tendría un final abrupto. A principios de una primavera, durante las fiestas dionisíacas, las mujeres deTracia
asumían el papel de Ménades, las alegres y desbocadas sirvientes de Dionisio,
el dios del vino y de la pasión. Odiaban a Orfeo por haberlas
rechazado. Cantó con
tanta dulzura que incluso los pájaros callaron para escucharlo y los árboles
se habían inclinado para oírlo mejor; cantaba a los dioses, a Zeus y Ganímedes, a Apolo y sus amantes, a los dioses
que también perdieron a sus amados, atrapados por las garras de la Muerte.
Ausente en su música, nadie notó la presencia de las airadas Ménades en la linde del bosque. En un rapto de rabia, cayeron sobre él. “¿No tienes tiempo para nosotras, oh dulce y hermoso muchacho?” gritó una. “Nuestros cuerpos, nuestras voces, ¿no tienen el poder de encantarte, hombre antinatural?” gritó otra. “¡Conoce, pues, la furia de aquello que desprecias!” gritaron, y todas le pegaron con tramas de árboles hasta tirarlo al suelo; desgarraron su cuerpo en pedazos y echaron sus restos al río. Orfeo, el más encantador de los hombres, murió, pero su cabeza y su lira se alejaron flotando por el río Hebros, aún cantando, y siguieron navegando sin rumbo hasta llegar a la isla de Lesbos. En la orilla, una gran serpiente se precipitó sobre la prodigiosa cabeza para devorarla sin embargo, en el intento fue convertida en piedra por Apolo. Colocaron su cabeza en una gruta sagrada, donde profetizó durante muchos años.
A petición de Apolo y sus Musas, su lira fue devuelta al Olimpo y Zeus le otorgó un espacio en el cielo, donde aún hoy puede contemplarse su constelación de estrellas.
Con el corazón destrozado, Orfeo no podía soportar mirar a otra mujer, y durante los tres años siguientes ministró como sacerdote en el templo de Apolo. Las muchachas seguían acosándolo, pero él las rechazaba. Su pasión era el amor por los hombres. Enseñó en
Tuvo muchos amantes. El más destacado era el joven Calais, el alado hijo de Boreo, el viento del Norte, su amigo y compañero de viajes en la nave Argos, pero el destino había dispuesto que su amor por Calais tendría un final abrupto. A principios de una primavera, durante las fiestas dionisíacas, las mujeres de
Ausente en su música, nadie notó la presencia de las airadas Ménades en la linde del bosque. En un rapto de rabia, cayeron sobre él. “¿No tienes tiempo para nosotras, oh dulce y hermoso muchacho?” gritó una. “Nuestros cuerpos, nuestras voces, ¿no tienen el poder de encantarte, hombre antinatural?” gritó otra. “¡Conoce, pues, la furia de aquello que desprecias!” gritaron, y todas le pegaron con tramas de árboles hasta tirarlo al suelo; desgarraron su cuerpo en pedazos y echaron sus restos al río. Orfeo, el más encantador de los hombres, murió, pero su cabeza y su lira se alejaron flotando por el río Hebros, aún cantando, y siguieron navegando sin rumbo hasta llegar a la isla de Lesbos. En la orilla, una gran serpiente se precipitó sobre la prodigiosa cabeza para devorarla sin embargo, en el intento fue convertida en piedra por Apolo. Colocaron su cabeza en una gruta sagrada, donde profetizó durante muchos años.
A petición de Apolo y sus Musas, su lira fue devuelta al Olimpo y Zeus le otorgó un espacio en el cielo, donde aún hoy puede contemplarse su constelación de estrellas.
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