Toth

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La Sabiduría no es Conocimiento; sino saber aplicar correctamente el Conocimiento

NOTA DEL EDITOR

SI ESTÁN LEYENDO ESTAS PALABRAS DE BIENVENIDA SIGNIFICA QUE ENTRARON A MI BLOG. EN ÉSTE INTENTO DE REVISTA CULTURAL SE PUBLICARÁN CON FRECUENCIA UNA GRAN DIVERSIDAD DE ARTÍCULOS. NOS INTERESAN LAS OPINIONES DE LOS VIAJEROS QUE SE DETIENEN EN ESTE OASIS PARA REFRESCARSE EN LA SABIDURÍA DE SUS AGUAS.

28 de diciembre de 2009

KÓOCH, EL CREADOR DE LA PATAGONIA

Según dicen los Tehuelches, hace muchísimo tiempo, tanto que no se puede medir, no existía tierra, ni mar, ni sol... solamente existía la densa y húmeda oscuridad de las tinieblas y en medio de ella vivía, eterno, Kóoch. Nadie sabe porqué un día Kóoch, que siempre se había bastado a sí mismo, se sintió muy solo y se puso a llorar. Lloró tantas lágrimas durante tanto tiempo que contarlas sería imposible.Y con su llanto se formó el Arrok, el Mar Amargo de las tormentas y las desazones; el inmenso océano donde la vista se pierde.
Cuando Kóoch se dió cuenta de que el agua crecía y que estaba a punto de cubrirlo todo, dejó de llorar y suspiró. Y de ese suspiro tan hondo surgió el primer viento, Xóchem, que empezó a soplar constantemente, abriéndose paso entre la niebla y agitando el mar. Algunos dicen que fue así, por los empujones de Xóchem, que la niebla se disipó y apareció la luz, pero otros opinan que fue Kóoch el inventor de la claridad. Cuentan que en medio del océano de sus lágrimas y envuelto en la oscuridad, deseó contemplar el extraño mundo que lo rodeaba. Se alejó un poco a través del negro espacio y, como no podía ver con nitidez, levantó el brazo y con su gesto hizo un enorme tajo en las tinieblas; dicen también que el giro de su mano originó una chispa, y que esa chispa se convirtió en el sol.
Xaleshém, como llaman los Tehuelches al gran astro, se levantó sobre el mar e iluminó ese paisaje magnífico: la inmensa superficie ondulada por el viento, cuyo soplo retorcía cada ola hasta verla deshacerce bajo su tocado de espuma. El calor del sol, al contacto con el mar, formaron las nubes que de allí en mas se pusieron a vagar, incansables, por el cielo, matizando el agua con su sombra, pintándola con grandes manchones oscuros. El alocado Xóchem, el viento, comenzó a perseguir a las nubes; empujándolas a su gusto, a veces muy suavemente, y a veces de forma tan violenta que las hacía chocar entre sí. Y su risa profunda y retumbante dio origen a Katrú, el trueno. Las nubes, cansadas de estos juegos, fulminaron a Xóchem con la mirada y de ese modo nació Lüfke, el relámpago con su brillo amenazante y castigador.
Sin embargo, pronto Kóoch comenzó a aburrirse comprendiendo que su obra aún no estaba terminada; comenzó a elevar parte de la tierra que estaba debajo del mar e hizo surgir del agua una isla muy grande sobre la cual modeló montañas y llanuras. Luego Kóoch se dedicó a su obra maestra colocando allí los animales, los pájaros, los insectos y los peces. Entonces, sus hijos, admirados por la belleza de la Isla, comenzaron a derramar sobre ella todas sus dádivas y se pusieron de acuerdo para hacerla perdurar: el sol iluminaba y calentaba la tierra; las nubes dejaban caer la lluvia bienhechora que llevaban en su vientre, formando ríos y arroyos; el viento rozaba las llanuras y se moderaba para dejar crecer los pastos... Pronto la acción benefactora de ellos comenzó a rendir sus frutos: los ríos y arroyos formaron lagos que se poblaron de peces, sus aguas regaron la tierra donde pronto nacieron las primeras plantas con suculentas hojas que se convirtieron en alimento para los primeros animales.
La vida era dulce en la pacífica isla de Kóoch. El creador, satisfecho, se alejó cruzando el mar; a su paso hizo surgir otra isla cercana y se marchó rumbo al horizonte, de donde nunca mas volvió.


Y así hubieran seguido las cosas en la isla pero Tons, la oscuridad absoluta expulsada por el viento del Universo Primigenio, pugnaba por recuperar la parte del cosmos que le correspondía por haber estado en ella desde siempre. Kóoch ya se había enterado de los planes de Tons. Si bien durante el día la mantenía a raya gracias a la presencia del Sol, durante la noche, la malvada oscuridad hacía de las suyas. Para impedirlo, el Creador dio origen a Keenyenkon, la luna, para que iluminara cuando el sol se alejara del cielo; pero ella se enamoró del rubio astro y no sólo lo acompañó durante algunos de sus viajes por el cielo, sino que muchas veces se perdía con él detrás de los Andes, sumiendo a la Isla en la negrura. Kóoch decidió bendecir esta unión con la llegada de dos mellizos, Wun y Etensher, que fueron los encargados respectivamente de avisar a los habitantes de la Isla la aparición o desaparición de sus padres, pero ni el cielo del amanecer ni el del ocaso tenían color alguno.
La oscuridad, entonces, para lograr su propósito creó un ejército compuesto de seres demoníacos; y así nacieron los gigantes, los hijos de Tons. Un día, uno de ellos, llamado Nóshtex, raptó a la nube Teo y la encerró en su caverna. Sus hermanas buscaron a la desaparecida a lo largo y a lo ancho del cielo pero nadie la había visto. Entonces, furiosas, provocaron una gran tormenta. El agua corrió sin parar desde lo alto de las montañas, arrastrando las rocas, inundando las cuevas de los animalitos, destruyendo los nidos, arrastrando la tierra en una inmensa protesta... Después de tres días y tres noches, Xáleshem quiso saber el motivo de tanto enojo y apareció entre las nubes. Enterado de lo sucedido, esa tarde, al retirarse detrás de la línea donde se junta el cielo con el mar, le contó a Kóoch las novedades, y Kóoch contestó: "Te prometo que, quienquiera que haya raptado a Teo será castigado. Si ella espera un hijo, ése lo superará en belleza y poder a su propio padre, y como si eso fuera poco el futuro hijo será admirado y venerado por todos los seres vivos". A la mañana siguiente, apenas asomado, el sol comunicó la profecía a las nubes agolpadas en el horizonte y éstas, enseguida, se la contaron a Xóchem, el viento, que corrió a la isla y difundió la noticia aquí y allá, anunciándola a quien quisiera oirla. Y el chingolo se lo contó al guanaco, el guanaco al ñandú, el ñandú al zorrino, el zorrino a la liebre, al armadillo, al puma... Despues, Xóchem sopló el mensaje a la puerta de las cavernas de los gigantes, para que no quedara nadie sin enterarse. Así escuchó Nóshtex las palabras de Kóoch, y tuvo miedo de su pequeño enemigo que ya vivía en el vientre de Teo. "Voy a matarlos", pensó,"voy a matarlos y a comérmelos a los dos". Golpeó salvajemente a Teo mientra dormía, arrancó al niño de sus entrañas y, sin mirar a su hijo abandonado en el suelo de la caverna, la despedazó. Pero alguien más, en la cueva, había oído a Xóchem. Era Terr-Werr, una Tuco-Tuco que vivía en su casa subterránea excavada en el fondo de la gruta; dicen que fue ella la que salvó al bebé, la que sigilosamente, en el mismo momento en que el monstruo levantaba a su hijo para devorarlo, le mordió el dedo del pie con todas sus fuerzas, la que escondió al niño debajo de la tierra antes que el gigante pudiera reaccionar... pero el esfuerzo fue insuficiente para salvar a la madre, quien murió desangrada. La sangre derramada por Teo salpicó a los mellizos hijos de la luna y el sol tiñéndolos de todos los tonos de rojo que hoy muestran el Alba y el Ocaso. De allí en más, los amaneceres y los atardeceres patagónicos poseen esos colores tan característicos.
El refugio del pequeño era demasiado precario. Nóshtex cruzaba la caverna haciéndola temblar con sus pasos de gigante, recorría la isla buscando al cachorrito que apenas había visto, a ese hijo que en cuanto creciera iba a traicionarlo. Entonces Terr-Werr pidió ayuda al resto de los animales ¿dónde esconder al bebé? ¿cómo ponerlo a salvo del gigante? Cuentan que todos los animales hicieron una asamblea para discutir el asunto; que Kíus, el chorlo, era el único conocedor de la otra tierra que mas allá del mar había creado Kóoch antes de recluirse en el horizonte, y que propuso enviar allí al niñito. Así comenzaron los preparativos para la fuga secreta. Una madrugada, cuando el hijo de Teo y el gigante estuvo listo para partir, Terr-Werr lo llevó a las inmediaciones de una laguna y lo escondió entre los juncos. Desde allí llamó a Kiken, el chingolo, para que a su vez transmitiera el mensaje: todos los animales fueron convocados para escoltar al niño. Algunos, como el puma, se negaron, otros, como el ñandú y el flamenco, llegaron demasiado tarde. El zorrino iba tan contento al encuentro de la criatura que, al ser interceptado por el gigante, no supo guardar el secreto; por ello fue castigado y desde esos tiempos hasta hoy posee ese olor tan feo. Así enterado, Nóshtex se dirigió a grandes pasos a la laguna pero no llegó a tiempo para ver cómo el cisne se acercó al niño nadando majestuosamente y lo colocó sobre su lomo, ni cómo carreteó luego para levantar vuelo. Sólo alcanzó a distinguir en el cielo un pájaro blanco que, con su largo cuello estirado y las alas desplegadas, volaba decididamente hacia el oeste. Así, en su colchoncito de plumas, se alejaba el protegido de Kóoch hacia la tierra salvadora de la Patagonia.





 









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