Segundo Apartado
I
El cuidado de las almas no
está encomendado al magistrado civil más que a otros hombres. No está
encomendado a él por Dios, porque no consta en ningún lugar que Dios haya dado
una autoridad de este género a unos hombres sobre otros, o sea, a algunos la
autoridad de obligar a otros a abrazar su religión. Ni los hombres pueden
conceder al magistrado un poder de este género, porque nadie puede renunciar a
preocuparse de su propia salvación eterna, hasta el extremo de aceptar
necesariamente el culto y la fe que otro, pñncipe o súbdito, le haya impuesto.
Efectivamente, ningún hombre puede, aunque quiera, creer porque se lo haya
ordenado otro hombre; en la fe está la fuerza y la eficacia de la verdadera y
salvadora religión. Cualquier cosa que profesemos con los labios, cualquier
culto externo que practiquemos, si no estamos completamente convencidos en
nuestro corazón de que lo que profesamos es verdad y de que lo que practicamos
agrada a Dios, no sólo todo esto no contribuye a la salvación, sino que incluso
la obstaculiza, porque, de esta manera, a los otros pecados, que deben ser
expiados con el ejercicio de la religión, se les añaden, casi para coronados, la
simulación de la religión y el desprecio de la divinidad; lo que tiene lugar
cuando se ofrece a Dios Óptimo Máximo el culto que estimamos que no le es
grato.
II
El cuidado de las almas no puede
pertenecer al magistrado civil, porque todo su poder consiste en la coacción.
Pero la religión verdadera y salvadora consiste en la fe
interior del alma, sin la cual nada tiene valor para Dios.
Es de tal naturaleza la inteligencia humana, que no se le puede
obligar por ninguna fuerza externa. Si se confiscan los
bienes, si se atormenta el cuerpo con la cárcel o la tortura, será todo inútil,
si con estas torturas se pretende cambiar el juicio de la mente sobre las
cosas.
Podría, es cierto, alegarse que el magistrado puede utilizar
argumentos para atraer al heterodoxo al camino de la verdad y procurar su
salvación. Lo acepto, pero esta posibilidad es común al magistrado y a otros
hombres. Enseñando, amonestando, corrigiendo con el razonamiento a los que
yerran, el magistrado puede ciertamente hacer lo que debe hacer todo hombre
bueno. No es necesario que, para ser magistrado, deje de ser hombre o cristiano.
Y una cosa es persuadir y otra mandar; una cosa apremiar con
argumentos y otra con decretos: éstos son propios del poder
civil, mientras los otros pertenecen a la buena voluntad humana. Todo mortal
tiene pleno derecho a amonestar, exhortar, denunciar los errores y atraer a los
demás con razonamientos, pero corresponde al magistrado ordenar con decretos,
obligar con la espada. Queda claro lo que pretendo decir: el poder civil no
tiene que prescribir artículos de fe o dogmas o formas de culto divino con la
ley civil. Pues, efectivamente, las leyes no tienen fuerza, si a las leyes no se
les añaden los castigos; pero, si se añaden los castigos, éstos en este caso son
ineficaces y poco adecuados para persuadir. Si alguien quiere acoger un dogma o
practicar un culto para salvar su alma, tiene que creer con toda su alma que el
dogma es verdadero y que el culto será grato y aceptado por Dios; pero ningún
castigo está en modo alguno en grado de infundir en el alma una convicción de
este género. Se necesita luz para que cambie una creencia del alma; la luz no
puede venir, en modo alguno, de un castigo infligido al cuerpo.
III
El cuidado de la salvación del alma no
puede corresponder, de ninguna forma, al magistrado civil, porque, aunque
admitamos que la autoridad de las leyes y la fuerza de los castigos sean capaces
en la conversión de los espíritus humanos, sin embargo esto no ayudaría de
ninguna manera a la salvación de las almas. Dado que una sola es la religión
verdadera, uno solo es el camino que lleva a la morada de los bienaventurados,
¿qué esperanza habría de que un número mayor de hombres llegase, si los mortales
tuvieran que dejar a un lado el dictamen de la razón y de la conciencia y
tuvieran que aceptar ciegamente las creencias del príncipe y adorar a Dios según
las leyes patrias? Entre las distintas creencias religiosas que siguen los
príncipes, el estrecho camino que conduce al cielo y la angosta puerta del
paraíso necesariamente se abrirían para muy pocos, pertenecientes a una sola
región; y lo más absurdo e indigno de Dios en todo este asunto sería que la
felicidad eterna o el eterno castigo dependieran únicamente del lugar donde se
hubiera nacido.
Estas consideraciones, omitiendo muchas otras que podrían
exponerse, me parecen suficientes para establecer que todo el poder del Estado
se refiere a los bienes civiles, se limita al cuidado de las cosas de este mundo
y nada tiene que ver con las cosas que esperan en la vida futura.
Ahora consideremos qué es una Iglesia. Estimo
que una Iglesia es una sociedad libre de hombres que se reúnen voluntariamente
para rendir culto público a Dios de la manera que ellos juzgan aceptable a la
divinidad, para conseguir la salvación del alma.
Digo que es una sociedad libre y voluntaria. Nadie nace miembro de una Iglesia, de lo contrario, la religión de los
padres y de los abuelos perviviría en cada hombre por derecho hereditario, lo
mismo que sus propiedades, y cada uno debería su fe a su nacimiento: no se puede
pensar nada más absurdo que esto. Las cosas, por tanto, están
como sigue. El hombre, que por naturaleza no está obligado a formar parte de
ninguna Iglesia, ni ligado a una secta, entra de forma espontánea en la sociedad
en la que cree haber encontrado la verdadera religión y el culto que agrada a
Dios. La esperanza de salvación que encuentra, siendo la única razón para entrar
en la Iglesia, es también el criterio para permanecer en ella. Si con
posterioridad descubre alguna cosa errónea en la doctrina o incongruente en el
culto, tiene que tener siempre la posibilidad de salir de la Iglesia con la
misma libertad con la que había entrado. Pues, en efecto, fuera de los que están
unidos por la esperanza de la vida eterna, ningún otro vínculo puede ser
indisoluble. Una iglesia es, pues, una sociedad de miembros
unidos voluntariamente para este fin.
Tenemos que investigar ahora cuál es su poder y a qué leyes se
tiene que someter.
Puesto que ninguna sociedad, por libre que sea o por banal que
haya sido el motivo de su constitución, sea de intelectuales con el fin de
saber, de comerciantes para comerciar o de hombres ociosos para conversar y
cultivar el espíritu, puede subsistir sin disolverse inmediatamente, si carece
de todo tipo de ley, es necesario que también la Iglesia tenga sus leyes, para
determinar los tiempos y lugares de reunión, las condiciones de aceptación y de
exclusión y, finalmente, la diferencia de las cargas, el orden de las cosas y
demás asuntos semejantes. Pero, dado que ella es una reunión libre (como se ha
demostrado), libre de toda fuerza de coacción, se deduce necesariamente que el
derecho de hacer las leyes no puede residir en nadie sino en la sociedad misma o
en aquéllos (pero es lo mismo) que la sociedad, con su consentimiento, ha
autorizado.
Pero se objetará que no puede existir una verdadera Iglesia que
no tenga un obispo o presbiterio, dotado de la autoridad para gobernar, derivada
de los apóstoles por sucesión continua y nunca ininterrumpida (1).
Notas
(1) Las dos formas de Iglesia protestante que en
Inglaterra tenían una organización territorial uniforme. La Iglesia de
Inglaterra se regía por la autoridad de los obispos, considerados los
sucesores de los apóstoles. A la tradición apostólica se refería la Iglesia
presbiteriana, importada desde Escocia a Inglaterra, que ponia la autoridad
en el presbiterio o consejo de ancianos, considerado como el heredero del grupo
de los apóstoles.
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